NO VIVES DE LIKES

Esa mañana decidí hacer una pausa para tomar un café. Cuando esa hermosa taza, adornada por un barista, llegó a mi mesa, de una forma casi automática me dispuse a acomodarla para sacarle una foto de lo más estética posible. En ese momento, miré a mi alrededor y descubrí que yo no era la única que estaba haciendo esto. Muchas reflexiones y preguntas vinieron a mi mente.

¿Qué nos ha llevado a estar tan inmersos en el mundo que las redes han creado? ¿Es más importante la foto que disfrutar de los momentos? El uso de internet y las redes sociales nos han brindado la posibilidad de acercarnos a un mundo de comodidades que nos permite desde pedir delivery, pagar cuentas, hacer compras, investigar y, ¿por qué no?, conocer otros mundos. Pero lo que la era digital nos da, también nos quita; si bien tenemos el mundo a un clic de distancia, hemos perdido la paciencia en el camino. Hemos perdido la capacidad de esperar a que las cosas sucedan a su tiempo y nos hemos creado una necesidad superflua de que todo debería darse YA.

¿En qué momento empezamos a vivir con tanta urgencia? ¿Por qué queremos todo aquí y ahora? El celular se ha vuelto una extensión de nuestro cuerpo; no podemos dejar de mirarlo y adorarlo como si fuera una cajita mágica que nos promete un mundo mejor, con todo a nuestro alcance y sin esperas. La generación actual reúne rangos de edades y personalidades sumamente diversos, pero con algo en común: la intolerancia a la demora de la gratificación. La imposibilidad de esperar a que las cosas sucedan a su tiempo y disfrutar del proceso. La urgencia de que todo sea inmediato.

Vivimos insertos en una cultura donde el consumo de cuerpos, experiencias y sensaciones parece ser la máxima a la que aspiramos. En este mundo, todo debe darse de la forma más urgente posible. Se nos impone un modelo de cuerpo, de necesidades, de estilos de vida y de objetos que debemos poseer con la falsa idea de que de esa forma lograremos el éxito personal, profesional y la aceptación social. ¡Ah, y me olvidaba! También debemos ser jóvenes y estar siempre felices y sonrientes.

Si llevamos esto a un plano más profundo y personal, tenemos que preguntarnos por qué nos cuesta tanto conectar con nuestros sentimientos más reales. Esos sentimientos que no tienen nada que ver con todo lo anterior; esos que se refieren a nuestra historia, que son narrables e identificables. En lugar de eso, nos enfocamos en transmitir y consumir emociones que no son perdurables, que no se enlazan con nuestra historia. Así pasamos de una emoción a otra sin quedar anclados, como si nuestra vida solo se tratara de una scrolleada eterna. Las emociones nos arrastran y no logramos profundizar en los verdaderos sentimientos. No podemos detenernos a disfrutar de los pequeños placeres que nos constituyen y enriquecen como personas inmersas en un mundo de lazos sociales reales y de relaciones personales profundas, que fortalezcan nuestros sueños y afectos. Todo esto no está en una red, no se consigue con un simple clic y no lo valida un «like». No queremos o no podemos ver la realidad, cuando siempre caminamos tras la pura y aparente aceptación social, no nos permitimos detenernos a vivir profundamente.

Hemos perdido de vista lo trascendental y nos sumergimos en lo efímero, en la inmediatez de la urgencia, sin tener en cuenta que lo que realmente importa en la vida es disfrutar del camino que transitamos a diario de una manera más consciente y presente. Es necesario dejar de vivir en un mundo ideal y paralelo que nos es ajeno y revalorizar el ser, o al menos, intentarlo.

Guardé mi celular y empecé a disfrutar el café.

Paula Molina